Galápagos, el archipiélago encantado
Como si de un viaje a la prehistoria se tratase. Así se puede uno sentir en las islas Galápagos, en Ecuador. Realmente no podríamos saber de una manera exacta, cómo sería estar en aquella época, pero dejándose llevar por la imaginación y disfrutando de un entorno tan real como las propias islas, se puede conseguir fácilmente.
De éste conjunto de islas, 13 en total, ya se ha escrito mucho y seguramente, podría aburrir a cualquiera, plasmando una serie de datos que podrían obtenerse muy rápido con un solo clic. Pero lo que seguro no encontrará en ningún lugar, salvo aquí, es la experiencia y parte del sentir que he traído conmigo, después de haber dejado huella, en algunas de las islas de este archipiélago tan especial.
En realidad, cuando aterricé en la isla de Baltra, no era consciente de la importancia de ser viajero, en tierra desconocida. Era como aterrizar en la Luna, pero sin traje espacial, pero con la enorme satisfacción de respirar un aire limpio. Muy limpio. Esta primera isla ya era un “saco de historia”: antigua base militar estadounidense en la segunda guerra. Los restos estaban ahí y se podía uno imaginar cómo fue aquella época del 45 en esta pequeña isla gris y seca.
Las dos islas más grandes son Isabela y Santa Cruz. Esta última, a la que pude acceder por el puerto de Ayora, es un volcán durmiente. Algunos dicen que lleva en silencio un millón de años. Otros rezan por que no despierte. Pero no deja de ser la isla más poblada y punto de partida del Parque Nacional de Galápagos. Aquí se puede encontrar lo necesario -incluso un barco y un guía-, para descubrir tan delicada región. Digo delicada, porque el acceso es limitado por un determinado número de personas al año y eso mantiene, en la medida de lo posible, el ecosistema de las islas. Como siempre, el hombre se convierte en el elemento más entorpecedor para una tierra sensible.
Probablemente mi interés en este viaje fue creciendo según pasaron los días. No era muy consciente de lo que pasaba encima de los lomos del barco que nos iba llevando de isla en isla, pero el interés por comprender “el origen de las especies” se estaba despertando en mí.
Empezaron a aparecer los primeros animales. Las fragatas, unas aves patrullando los cielos de forma espectacular, pero con gran torpeza en tierra. Igual que los albatros, que cuentan con una especie de “aeropuerto” natural, en la isla Española, donde aprenden a volar. El divertido y elegante piquero de patas azules, con un canto gutural difícil de imitar. Los pingüinos habitan en la isla Bartolomé y Fernandina. Me sorprendió verlos por esas costas, como si fuesen arrastrados desde la Antártida y decidiesen formar parte del entorno cálido. Y no nos olvidemos de las iguanas: cientos de ellas, de todos los colores, terrestres y marinas, grandes y pequeñas. Con casi todas las especies, me sorprendía las distancias tan cortas a las que podía acercarme a los animales, eso sí, sin tocarles: está prohibido. Posaban para mi objetivo, como parte de su hacer diario. Incluso estuve nadando con los leones marinos (grandes pobladores de este archipiélago), con las tortugas marinas y con tiburones. El fondo marino no dejó de sorprenderme con espectaculares formaciones de manta rayas, peces loro con un colorido asombroso y un sinfín de peces de todos los tamaños y colores.
Rábida es una isla muy curiosa. Un paraíso ensangrentado de belleza por sus arenas rojas, debido al alto nivel de hierro en sus tierras volcánicas. Ahí pasé un buen rato cerca de las crías de león marino, mientras se nutrían de la leche de sus madres.
Pero, con la profunda sensación de ser “otro” Charles Darwin, descubrí con la mirada el gran símbolo de las Galápagos. La isla de Bartolomé y su pináculo ( el Monje ), obra del viento y el mar. Laderas secas, cubiertas de polvo, piedras y áridos escombros. Y también con la continua sensación de poder morirme de sed. Por alguna extraña razón, me sentía de ese lugar. Podía pisar sus tierras y bañarme en sus aguas y eso me daba vida, energía.
Y la realidad llega de nuevo cuando tienes que abandonar este hábitat natural. Que lástima. Hoy por hoy, las Galápagos son un paraíso que está en peligro por el crecimiento del turismo que las visita y por el interés de algunos en abrir un negocio en las islas, sin tener en cuenta que para ello se necesita una gran infraestructura, lo cual dañaría enormemente el entorno. Y eso, creo, no es bueno.
Oscar Maceda nació en Ourense, en España. Se trasladó a vivir a Madrid, donde empezó a formarse en comunicación audiovisual y se especializó en diseño de sonido para televisión. Es compositor, locutor y fotógrafo. Actualmente reside en Fráncfort del Meno y trabaja en Berlín para la televisión alemana.